Entonces, ella apareció

La vida tiene sentido desde que ella apareció,
desde que su sonrisa me hace feliz.
Echarnos de menos y ponernos nerviosos
cuando por fin volvemos a encontrarnos.
Caminar, tomando su mano como quien toma
algo de mucho valor y no quiere soltarlo nunca.
Besar sus suaves labios.
Mirarla y perderme, no querer encontrarme
más allá de sus bonitos ojos.
Escucharla, porque a veces hay malos días,
pero también porque su voz me plantea no caer jamás.
Jugar, como niños, entre carcajadas y
bromas a montones.
Odiar, odiar al tiempo que no se detiene
y no nos permite ser más nuestros.
Sentir más de la cuenta, sólo por si acaso.
Hablar de nuestras vidas y de nuestros problemas,
de mascotas y del frío: de lo que sea.
Hacernos enojar y luego comernos la boca
con ganas de rompernos (los labios).
Estar allí, sin querer irnos, para nosotros.
Decir incoherencias, quizá como ahora,
pero sentir que no hay libertad lejos de sus abrazos.
Notar cómo su piel se eriza cuando le propongo
querernos por lo que nos queda de memoria.

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