Expediente de ocurrencias (I)
No era verano, pero eso no le
importaba.
Hablaba demasiado,
y era medio día,
y hacía unos veintisiete grados centígrados,
y hablaba y hablaba,
y no tenía pensado dejar de hablar.
No era verano,
era una temporada muy extraña y curiosa,
pero eso no le importaba:
ella hablaba y hablaba.
En algún momento mencionó
que su madre
bailaba mejor que ella.
Y hablaba y hablaba.
Claramente no quería detenerse,
y yo tampoco quería que se detuviera,
pero por su boca salían cientos de palabras
y frases,
tantas que me parecía increíble
que alguien tuviese tanta energía
para hablar y hablar.
Para mí no era molesto
tener que escuchar todas sus ocurrencias,
al contrario,
estaba encantado.
Hablaba mucho,
como si tuviese seis años
y viniese de su primer día en la escuela.
Hablaba tanto que el reloj se volvía loco.
En cierto momento hizo una pausa,
revisó su celular y prosiguió.
Y,
de nuevo,
hablaba mucho,
como si tuviese que dejar la vida
contando lo que le había sucedido
en días anteriores.
Y hablaba.
Y yo la
miraba.
Y
ella sonreía.
Y yo me sentía el ser más orgulloso del mundo
por poder apreciar tanta belleza
en una persona tan mágica
hablando y hablando.
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