Dos Whiskys en las Rocas

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(I)

 

«QUIZÁS»

 

 

Llegó y se sentó a mi lado. Yo no la invité.

 

— Dame un whisky en las rocas —dijo al bartender mientras me miraba. Yo sólo la miré y no dije nada. Tenía ese encanto que tienen las morenas: ese “tumbao”. Estaba vestida como si viniese del trabajo. «Trabajadora y amante del buen gusto», pensé. Yo seguía sin decir una palabra, sólo bebía mi copa de ron. La música hacía que el ambiente fuese más agradable. Estaba tocando un pequeño grupo de Jazz y me gustaba escucharlos—. Él pagará.

— Ya no se oyen muchos buenos grupos de Jazz —dije sin mirarla—. Y ellos son muy buenos.

— Sí que lo son —dijo mientras daba un giro sobre su silla y miraba al grupo.

— Probablemente algún cazatalentos los escuche y se vuelvan famosos.

— Quizá se queden en esta ciudad para siempre y nadie aprecie el talento que tienen.

— Quizás —dije mientras la miraba y me giraba sobre la silla. Algo tenía, no era un “no sé qué”, era algo obvio. Tal vez era su manera de hablar o su acento, pero algo en ella comenzaba a parecerme atractivo—. ¿Qué te trae a esta ciudad?

     — La tranquilidad y la libertad que siento actuando como forastera.

             — ¿Acabas de llegar?

             — Llegué hace dos días.

— Ya —dije con la duda entre ceja y ceja—. ¿Cómo hiciste para conseguir trabajo tan rápido?

           — No fue difícil —sonrió—. Los empleadores andan buscando mujeres jóvenes a quienes mirarle el culo cuando paseen por los pasillos del edificio. Y además sus vidas son muy tristes. Algunos no soportan a sus mujeres, otros buscan una aventura con una chica fácil y así van todos. Por eso sólo necesité insinuarme a uno de ellos para que se le cayera la estupidez y me contratara.

     — El planeta está muy loco —solté una carcajada.

     — No, nosotros los humanos somos quienes estamos locos —bebió lo que quedaba en su copa.

 

   Me estaba gustando mucho, aunque no sabía por qué. Jamás me había fijado en una chica tan rápido como me estaba sucediendo con ella. Su cabello era largo, muy largo, de color negro. Su voz era muy dulce, como de adolescente, pero tendría veintiséis años. Yo no era tan viejo, estaba rozando los treinta y cinco.

   Pedí dos whiskys en las rocas y ella me lo agradeció con un guiño. Hablamos como por dos horas aproximadamente. Curiosidades, la crisis del país, corrupción en el gobierno, la música de ahora es basura, los escritores mueren y nadie les hace caso: era una buena charla.

 



(II)

 

«NOS VEMOS»

 

 

    — ¿A qué te dedicas? —dije mientras encendía un cigarrillo.

    — Soy arquitecta —dijo mientras se hacía una cola en el pelo—. ¿Tú qué haces para sobrevivir? 

    — Soy escritor. «Esta mujer quiere matarme», pensé.

    — Sí que sobrevives. Casi nadie quiere a los escritores.

    — ¿Tú los quieres?

   — No tengo motivos para odiarlos —se levantó de la silla. Sus piernas, su culo, su cara, sus labios: un espectáculo.

    — ¿Adónde vas? —dije con curiosidad.

    — Voy al baño. No tardaré.

 

    Esperé por un rato: quince minutos, veinte, media hora. No regresaba. «Se fue, se ha cansado de hablar conmigo», pensé. Y me resigné, me hice la idea de que no iba a volver. El mesero no había venido por las copas ni por las botellas. Me levanté de la silla y tomé mi copa, y justo debajo estaba un papel con algo escrito: era su número de teléfono. No me había fijado en qué momento lo puso allí debajo. El papel estaba mojado y el número estaba por borrarse; quizás ella esperaba que yo lo tomase antes, pero no sabía lo descuidado y distraído que puedo ser. Sentí un golpe de alegría. Creí que ella había estado jugando conmigo. Yo, alguien que no se dejaba conquistar tan fácilmente y que por cosas de la vida esa noche se había ilusionado como un adolescente. Guardé el número, pagué la cuenta y salí del bar.

Estuve pensando por un buen rato. No sabía si quería llamarla. Un momento después, me  decidí y marqué con nerviosismo. Timbraba y timbraba, pero no atendía. Estaba a punto de dar la llamada por perdida cuando atendió con voz seductora.

 

   — Vivo a unos metros de ese bar. De hecho, desde aquí puedo verte —dijo rápidamente. Miré cada edificio alrededor, pero no, no logré verla. De nuevo sentí que estaba jugando conmigo. No quería caer en sus redes y seguirle el juego. Estuve a un paso de colgar la llamada y largarme a mi casa, pero debió notarlo cuando me quedé en silencio y estaba por bajar el celular—. Sé que quieres saber más de mí 

    — ¿Por qué querría saber quién eres?

    — Porque estás tan solo como yo lo estoy.

    — Ya —solté una risa—. ¿Cuál es tu edificio?

    — El tercero a tu izquierda. Se llama Residencias Bonjour.

    — Baja que en nada llego.

    — Espera, ¿vendrás sin comida?

   — ¿Qué? —dije sorprendido y un poco molesto. En ese punto pensé colgar la llamada de una vez por todas. Pero le di la oportunidad de escuchar qué tenía por decir.

    — No habrás pensado en venir sin comida, ¿no? —dijo.

    — ¿Acaso estás loca? ¿Quién te crees? —reí un poco.

    — Con esa actitud no conseguirás nada, chico.

    — Nos vemos —colgué la llamada.

 

    Siempre he tenido un extraño carácter y esa noche quedó demostrado. Quizá tenía razón y me sentía tan solo que necesitaba a alguien como ella para volver a sentirme vivo, pero no rogaría atención y mucho menos algo de afecto humano. Encendí un cigarrillo y caminé hacia el metro.

Llegué a casa y revisé el celular. Tenía diez llamadas perdidas. «Vaya loca con la que me he topado», pensé. No le devolví las llamadas y me tumbé en la cama. Me costó un poco dormirme, pues no dejaba de pensar en ella, pero de alguna manera lo hice y pude descansar.

Al día siguiente, a eso de las nueve de la mañana, me estaba bañando y escuché el timbre de la casa, así que salí con toda la pereza posible a ver quién era. Para mi sorpresa, era la chica con la que había hablado en el bar. No sé cómo había conseguido mi dirección, pero allí estaba, incluso más bonita que la noche anterior y con comida en sus manos.

 

— Sí que estás loca, mujer —dije mientras me ajustaba la toalla.

— Nunca vayas a casa de alguien sin llevar comida, es de mala educación —dijo mientras entraba sin esperar invitación. Estaba muy guapa y ella lo sabía. Pero me había tomado desprevenido y estaba indefenso. No quería perder aquella batalla que debía ser yo quien la estuviera dirigiendo.

 



(III)

 

«NO TE MUEVAS, IMBÉCIL»

 

 

— ¿Puedes servir la comida? —dijo soñolienta. Dejó la comida sobre la mesa de la cocina y se tumbó en el sofá. Yo fui a mi habitación a vestirme. 

— ¿Tengo otra opción? —murmuré.

— Tienes una linda casa. Parece bastante cómoda.

— Lo es. Alguien que vive solo no necesita demasiado espacio.

— Tienes razón —se quitó los zapatos y se estiró en el sofá. No entendía qué estaba pasando. Comencé a hacerme algunas preguntas: ¿Quería sexo solamente? ¿Quería hacerse la difícil hasta que consiguiera algo más conmigo? ¿Qué carajos estaba haciendo yo atendiéndola cual sirviente si no tenía idea de quién era ella?

— ¿Quién demonios eres, mujer? —pregunté enojado.

— ¿Te han dicho que tienes muy mal humor? —se levantó y encendió un cigarrillo.

— No estoy para tus juegos. Dime quién eres.

— Todo a su tiempo, cariño, todo a su tiempo.

— Como sea —dije mientras hacía la mesa—. No es importante saber quiénes somos.

— Así me gusta —apagó el cigarrillo en una maceta.

— Vamos a comer y luego veremos qué sucede —me senté y comencé a comer.

— ¿No vas a empujar mi silla? —dijo perezosamente.

— Come de una vez. No soy tu novio.

— Qué educado, imbécil —se acomodó en la silla del comedor. En cierto punto el ambiente era agradable. Comí sin tener que pagar una moneda, una bonita chica estaba desayunando conmigo, hacía frío… Una buena mañana.

— Bonita cola de caballo —dije.

— Bonita barba de un mes sin afeitar —me guiñó un ojo.

— Me has interrumpido y no he podido bañarme por completo.

— De haber llegado antes, hubiésemos compartido esa ducha.

— Eso hubiese sido lo mejor que te habría pasado en la…

— No tienes idea de quién carajos soy, ¿verdad? —dijo ignorando lo que yo estaba diciendo. Terminó de hablar y sentí escalofríos. ¿Sería una exnovia que había venido a vengarse? Todo era muy confuso.

— No tengo ni idea, mujer —dije.

— Era de esperarse —se levantó de la mesa.

— Espera…

— ¿Qué quieres?

— Está bien, seré sincero. Me pareces familiar —mentí—, pero no tengo buena memoria.

— Y yo seré sincera contigo —buscó algo en su bolso—. No perdono a quien me jodió en el pasado.

— ¿Qué mierda dices? —pregunté nervioso.

— Digo que pudimos haber tenido un hermoso matrimonio, pero preferiste joderlo todo y vivir tu vida a la ligera.

— Mira, no sé quién demonios eres ni de dónde saliste —me levanté de la silla. Yo seguía sin comprender qué me estaba diciendo—, pero estás mal de la cabeza. 

— ¿En serio lo estoy? —preguntó mientras sacaba una pistola del bolso.

— Wow, wow… ¿qué haces, endemoniada mujer? —pregunté ya con las pelotas en la garganta.

— Creíste que eras muy listo, ¿no es así? —dio unos pasos hacia mí, por lo cual retrocedí algunos pasos más—. ¡No te muevas, imbécil!

— Baja esa puta pistola. ¿Qué es lo que quieres?

— No quiero nada más que darte una lección, cariño.

— ¿¡Lección de qué!?

— Una lección para que aprendas a no ver a las mujeres como objetos sexuales.

— Sí que estás grave, niña —dije mientras ella me apuntaba con la pistola.

— Esto te enseñará a no ser un cerdo —disparó tres veces a mi pierna derecha y caí al suelo.

— ¡Ahhh, maldita mujer! ¡Vete al demonio! —grité. Y eso hizo: salió de la casa sin molestarse en cerrar la puerta y se largó.

 

Como pude me levanté y salí a la calle a pedir ayuda a algún idiota que estuviese por allí. Pero nadie se asomaba. Parecía que ella lo había planificado todo y le había dicho a los vecinos que no salieran de sus casas. A lo lejos se acercaba un taxi y le hice señas para que se detuviera.

 

— Carajo  —dijo el taxista.

— Ya sé, ya sé —le  reclamé—. Tengo que ir al hospital.

— Bueno, bueno, pero si manchas el asiento tendrás que pagarlo como nuevo.

— ¡Lo  que sea, hombre! —grité—. Arranca.

 

Llegamos al hospital y pensé que jamás me iban a atender por la cantidad de personas que estaban en peores condiciones que yo. Pero luego de cuarenta minutos esperando me hicieron algunos exámenes y me ingresaron al quirófano. El asunto tardó tres horas, pero por complicaciones durante la operación, no pudieron salvar totalmente mi pierna. Desde ese día me apoyo en una muleta para ir a cualquier parte.

Aquella mujer me había jodido la pierna y ni siquiera me enseñó las tetas. Me sentía el hombre más patético del mundo por haber dejado que todo eso sucediera, aún con las dudas y la desconfianza que cargaba encima de mí. Estuve algunos meses hundido en una jodida tristeza, hasta el punto de intentar suicidarme en algunas ocasiones, pero al parecer no tenía los huevos —como decía mi abuelo— para matarme.

El tiempo pasaba y nunca supe quién era aquella mujer que me disparó. Lo único que supe, por un colega, fue que ella tenía antecedentes de haber agredido a otros hombres con cuchillos, bates de béisbol, hasta con piedras, pero lo que hizo conmigo fue alucinante, como si hubiese descargado todo el odio que sentía por los hombres sobre mi pierna. El problema es que yo nunca la había visto en mi vida hasta aquella noche.

Tuvieron que pasar once meses después de que me operaran para que volviese a salir de la casa. Le pagaba a una persona para que hiciera las compras: comida, utensilios, materiales de limpieza, entre otras cosas. Sólo me movía para mi conveniencia. Gracias a los pagos que recibía por vender libros y poemas pude sostenerme y sobrevivir.

Un día viernes a las cinco de la tarde, estaba cansado de estar en casa y decidí ir al bar en donde vi a aquella extraña mujer. Nunca supe cuál era su nombre, pero tampoco me iba a molestar en averiguarlo. Salí de casa, tomé un taxi y llegué al lugar.

Entré al bar y me senté justo en la misma silla que aquella noche. Llamé al bartender, que no era el mismo, pero daba igual, y ordené.

 

— Dos Whiskys en las rocas, por favor —dije suspirando.

 

 

 


Dos Whiskys en las Rocas
Medinowski
mayo, 2017

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